El gran prestigio
Título: Monkey Island 2: LeChuck's Revenge (1991)
Desarrolladora: LucasArts
Distribuidora: Erbe Software, Electronic Arts
Lanzamiento: 1991
Especificaciones (mínimo recomendado): Procesador 8088 / 8086 | 640 KB de RAM | Tarjeta de vídeo CGA o superior | Tarjeta de sonido SoundBlaster o compatible | MS-DOS
# Publicado el por Paco García
La sinergia de un grupo de gente habilidosa concentrada en hacer de Monkey Island 2 una experiencia auténtica. Jugando a este título se respira minuciosidad, se advierte una métrica precisa y bien meditada, y además se percibe un arrojo inusual al llevarla a la práctica e incluso el júbilo por conseguirlo. En efecto, aquí hubo mimo, hubo amor, pero no sólo el de un auteur.
Si con The Secret of Monkey Island notábamos la emoción de quien descubre que lo que está haciendo es lo que realmente quiere hacer y que vale para ello, con Lechuck’s Revenge nos podemos dar cuenta del fervor de quien hace lo que quiere y sabe que lo está haciendo bien porque ha dado con la receta. La seguridad con la que se tejió la tela de araña en la que todos caímos sólo puede ser el fruto de una confianza grupal sana y férreamente establecida. Se diría que esta convicción llevó al equipo de desarrollo a permitirse mutuamente el arriesgado lujo de acabar su magna obra con el retruécano definitivo, con la Gran Broma que pondría un broche de oro a esta singular historia de desengaños —ojo, destripe—: el Guybrush Threepwood que suspiraba con abnegación al principio de la historia concluye su flashback algo desencantado y cae al vacío justo en ese momento, sin poder abrazar el final feliz de esta nueva hazaña. A partir de ese momento, la frontera entre la realidad y el sueño se empieza a nublar, tal y como se nubló cuando se golpeó en la cabeza y vio en sueños a sus padres muertos cantandole Dem Bones, la canción tradicional con la que en Estados Unidos se les enseña anatomía ósea a los niños, mientras hacen un trasunto de la coreografía del Skeleton Dance de la Disney. La lógica interna de este mundo de piratas con extraños anacronismos a los que ya nos habíamos acostumbrado da un nuevo giro y, de pronto, todo parece cobrar un sentido… diferente. Estamos en un mundo real en que los que desentonan son los personajes. En un clímax final cúlmen dentro del género, Guybrush acaba con LeChuck con la saña propia de quien maneja un muñeco vudú para, finalmente, despedazarlo poco a poco. Y es que, en nuestro inconsciente, todos deseamos ver al malo sufrir y retorcerse, causarle dolor y devolverle multiplicada toda su maldad. Pero… ¿y si el antagonista no es tan antagónico? ¿Y si el malo no fuera tan malo? ¿No tendríamos piedad, no daríamos muestras de humanidad? ¿O seríamos tan perversos como él? Pues bien, conocedores de la extraña condición humana y de su pintoresca forma de sobrecogerse, los guionistas trazan una nueva curva que voltea la historia y da un giro radical, absolutamente inesperado y con indiscutibles tintes paródicos, que nos lleva a descubrir que LeChuck no es más que una ilusión y que tras esa máscara se encuentra el hermano abusón de Guybrush, Chuckie, que busca venganza por haberle roto su juguete favorito.
En un momento, todo se desmorona, las horas de juego en las que hemos estado empapados de folletín piratesco descarrilan en una explicación que parece salida de la chistera y que nos deja boquiabiertos. A pocos minutos del final, nos vemos perplejos y a la espera de un nuevo dato que haga aflorar algo de sentido en este bizarro despropósito. Pero ese dato no llega y todo parece seguir por esos derroteros, vemos cómo un Guybrush rejuvenecido sale de una atracción de feria junto a su hermano, donde se encuentra con sus padres y parece que todo ha terminado… aunque cuando todos se alejan, Chuckie se gira a la cámara y lanza una infernal mirada al jugador. La música in crescendo, los colores de la pantalla apagándose y… ¿fin? ¡Ni mucho menos! Es a partir de aquí cuando Monkey Island 2 da el paso a la perpetuidad.
El Big Whoop es el gran macguffin de Lechuck’s Revenge, es el elemento que hace avanzar al protagonista en su búsqueda, el motor de la historia que jugamos. Pero su contenido carece de importancia. Es el Rosebud de los videojuegos. Hitchcock, acuñador del término, decía: «Si se trata de una historia de ladrones siempre sería un collar o en una historia de espías serían unos documentos». Así pues, ¿qué debería ser en una historia de piratas? Verdaderamente, conforme estamos jugando nos la trae al pairo lo que guarda el cofre del tesoro del Big Whoop, pero supongamos que al llegar el momento de abrir el dichoso baúl sólo nos hubiésemos encontrado oro y piedras preciosas. ¿No hubiese sido una gran decepción? La situación requería algo más grandilocuente, algo que premiase al jugador y que a la vez lo dejase sorprendido. Bien mirado, dejar que el jugador se abra al universo de las elucubraciones y al infinito de la imaginación no es una mala recompensa: dejó volar las ocurrencias de muchos e hizo correr ríos de rocambolescas teorías, lo cual supuso un gran entretenimiento durante largos años en los que el nombre «Monkey Island» mantuvo viva la chispa de la expectativa. Muy pocas veces se consiguen estas cosas y si hay magia en esto de los videojuegos este puede calificarse como uno de los artificios más espectaculares de toda su Historia.
Así pues, si el objetivo fue abrirle las puertas del cielo a este Monkey Island 2, sin duda alguna el truco lo consiguió y fue tan magistral como visionario. Si por el contrario pretendía dar pie a otra historia que ya se tenía en mente, hipótesis largamente barajada, es algo que ya nunca sabremos, con lo que es inútil romperse la cabeza. En cualquier caso, reduciendo al mínimo común denominador la experiencia, hallamos satisfechas cualquiera de las pretensiones a las que todo videojuego puede aspirar: horas de regodeo, risas, diversión y un colofón asombroso, que ahí nos han quedado.
Sea como sea, lo que sí es seguro es que el máximo beneficiario de todo esto no es otro que Ron Gilbert, al que se le atribuye la chocante pirueta final y que sigue explotando, veinte años después, con su cuento del «sólo yo conozco el secreto de Monkey Island, y no es el que os han contado…» hasta puntos que ya sobrepasan la caricatura. No es de recibo olvidar que Gilbert se fue de LucasArts en 1992 para no volver, que a partir de entonces su visión de Monkey Island dejó de valerle a la franquicia y que sus recurrentes cavilaciones, más que ayudar al progreso de la misma, la han ido minando en provecho de su propia glorificación, algo que se podría tildar como falta de respeto al trabajo de los que allí quedaron.
Pero al César lo que es del César, y es innegable que este golpe maestro, dejando aparte maquiavélicas consideraciones, consigue lo que se propone: poner la guinda a una pieza de la más fina repostería lúdica.
Conclusión
Monkey Island 2: LeChuck's Revenge huye del concepto de franquicia como medio fácil para hacer dinero (aunque vendió una barbaridad para su época) y se perfila como un clásico con virtudes más que honorables. Se desprende de todo el lastre que pudiera representar su predecesor y no se deja condicionar por este, haciendo de sí mismo una obra única y original por méritos propios.
El remake de 2010 elimina un par de escenas y los distintos niveles de dificultad, lo envuelve todo en un estilo visual menos estudiado que el original, impide el lucimiento del sistema iMuse con una remasterización de la banda sonora original y añade un doblaje a veces cuestionable, con la excepción del actor principal, el inconfundible e imprescindible Dominic Armato.
Quien busque paladear la legítima esencia del género debería revisarlo urgentemente, y obligatoriamente debería ser objeto de análisis concienzudo por parte de muchos desarrolladores dedicados a la aventura gráfica que han perdido el norte en todos estos años y que han fijado su estándar en la mediocridad centrándose en lo fácil, en lo rápido y en lo barato, olvidando, por apatía o por conveniencia, la calidad que representan tótems de esta altura, de magistral puesta en escena, de cadenciosa jugabilidad y con una historia que combina las dosis adecuadas para crear un bálsamo filosofal de diversión, imperecedero dentro y fuera del género.
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