La aventura gráfica contó en su día con creadores, orgullosos valedores de las beldades de un género que no sólo contaba historias (no diremos eso tan manido de que nos hacía partícipes de ellas), sino que además utilizaba para ello una peculiar concepción de la jugabilidad: la historia nada valía si no había un buen diseño de juego de por medio, y el diseño quedaba cojo sin una historia que lo sustentara.

Tim Schafer y Ron Gilbert, que llegan ahora a ilusionar al seguidor del género con sus cantos revestidos de personalidad sobre las auténticas aventuras no han sido olvidados, no lo serán y no merecen serlo, pero no quedan ya en la memoria de muchos los insignes nombres de otros tantos que los acompañaros en los albores del género y también en su cénit. Estaba claro que todos aquellos nombres propios hacían lo que hacían porque les daba para vivir, sí, pero también con placer, con gusto por su trabajo, con pasión por ofrecer lo que para regocijo del público ofrecían. Y de repente la aventura gráfica pasó de moda, el público ya no digería un género que se había decretado añejo y caduco desde muchos frentes, desde dentro incluso. Sus nombres dejaron de resonar en los salones de la aventura para dar paso al eco sordo de los almacenes con techambres de uralita donde terminó el recuerdo de sus obras. No es que ninguno se preocupara de dar la lucha para mantener los suyo, aunque se lamentaran en contadas entrevistas. Llegó el crespúsculo de los popes.

Así lo ve Paco García, que repasa el panorama que aquellos popes nos dejaron durante mucho tiempo con motivo del providencial retorno sufragado por la ilusión del retorno mismo. Ampliamos así nuestro discurso habitual con nuevas vías de debate. El abandono del género trocó la bonanza en tempestad, y está por ver si la tempestad vuelve a trocar en bonanza.

El crepúsculo de los popes.