La ley de la atracción
Título: The Secret of Monkey Island (1990)
Desarrolladora: LucasArts
Distribuidora: Erbe Software, Electronic Arts
Lanzamiento: 1 de octubre de 1990
Especificaciones (mínimo recomendado): Procesador 8088 / 8086 | 640 KB de RAM | Tarjeta de vídeo CGA o superior | Tarjeta de sonido SoundBlaster o compatible | MS-DOS
# Publicado el por Carlos Jürschik
Aunque haya información que no tenga que ver directamente con las pistas de los puzzles, los personajes siempre pueden dar datos de ellos mismos que, sorprendentemente, siempre son interesantes. La atmósfera, palpable, espesa, casi olfateable, se consigue tanto por alguna muy ingeniosa combinación de colores (el azul de Mêlée Island con los colores cálidos de los interiores, o el color verde de los personajes más frustrantes) como simplemente con detalles como esas puertas que abren y cierran personajes que andan de un lugar a otro. Detalles que hacen recordar a uno esfuerzos recientes, y cómo hasta se justificaba la absoluta falta de vida de ciertas aventuras, cuando no era elección sino pura vagancia y chapucería: Monkey Island demuestra cómo esas cosas ayudan a implicarse con la historia y a querer a todos sus personajes.
Aparte de los personajes secundarios, los principales son absolutamente memorables. Como el protagonista se enamora de una chica difícil, al jugador le resultará difícil hablar con ella, en otra elección muy ingeniosa de diseño (casi nunca está, sólo habla cuando ella aparece, y en esos casos prácticamente no hay elección de diálogos), y resulta comprensible el enamoramiento. El tendero, con un puñado de píxeles, otro de fotogramas para la animación y unos diálogos escogidos, resulta enormemente simpático. Stan, ese vendedor que no para de mover los brazos, forma casi parte de la cultura popular. LeChuck cumple con esa regla que obliga a los malvados a resultar muchísimo más interesantes que los héroes. Herman Toothroot puede ser el ejemplo más certero de personaje completo: ese náufrago patético, cansino pero divertido y con algunos toques oscuros en su personalidad que se adivinan explorando la isla —los gags referentes a los problemas vecinales en una isla gigantesca con apenas tres «familias» acaban siendo una sátira muy ingeniosa—, y hasta el fantasma teniente de LeChuck resulta ser alguien entrañable. Un elenco redondo que anima los momentos de más dificultad de la búsqueda de Guybrush Threepwood.
La sensación final, al revisar por enésima vez este clásico, es que el diseño está cuidado de una forma que ahora se consideraría una pérdida de tiempo. Aunque es una aventura lineal con un único final (un final con dos posibles detalles diferentes sin importancia), no existe la impresión de linealidad, ni siquiera cuando la acción se reduce a un barco. Aunque los modelos de los piratas son casi clónicos, se introducen las suficientes variaciones en los diálogos para que no haya sensación de rutina en la parte más discutible del juego, el aprendizaje de insultos (pese a que el resultado sea asombroso, seguramente por la colaboración de Orson Scott Card). Hay diálogos opcionales, diálogos obligatorios, reiteraciones posibles y optativas que hoy en día se considerarían easter eggs y que aquí son parte intrínseca (las numerosas escapadas de los caníbales que cambian el diseño de la puerta, por ejemplo). Hay escenarios que se utilizan sólo una vez, pero cuya utilidad queda totalmente definida, sin que luego aparezcan objetos de la nada sin razón aparente o personajes sin avisar. Se respeta al jugador, se le muestran las reglas, el diseño nunca le hace trampas y todo tiene lógica. Hasta tiene bromas intercontextuales brillantes (los discos —floppy— que faltaban al intentar ver el tronco del árbol del bosque, que hubieron de descartarse en posteriores versiones porque los jugadores creían que eran reales) y lingüísticas (el duende del puente te pide algo inútil que te distraiga la atención… efectivamente, un arenque rojo). Con lo que la última sensación es casi trágica: ¿de verdad es tan difícil diseñar un juego con este cuidado?
Falta por mencionar un par de aspectos técnicos. La música de Michael Land ha pasado ya a las listas de «mejores músicas compuestas para un videojuego» por su insólita visión del reggae y su indudable capacidad de conseguir temas pegadizos, aunque aún faltaba que llegasen el iMuse y sus resultados en Monkey Island 2. Los gráficos son, de nuevo, curiosos: parece que en versiones posteriores han intentado ser muy fieles a la primera edición en 16 colores, y el uso de la paleta en partes de poca luz da lugar a efectos extraños, pero muy originales, en la parte del barco fantasma (fondo negro donde destacan siluetas de un azul chillón) o las cuevas infernales (contornos rojos que delinean manos y setas). Es imposible decir si es una cuestión nostálgica, pero el efecto es insólito y consigue, aún más, una ambientación muy densa. Uno de tantos detalles que quedan grabados en esta historia de piratas.
Conclusión
Lo único que podría evitar introducirse en el mundo de las aventuras gráficas a través de The Secret of Monkey Island es que con ella el nivel de calidad es tan alto que el resto puede saber a poco. Épica, humor de todo tipo, excelente diseño y excelente texto, junto con una impresión de flexibilidad y de viveza como muy pocas veces se ha visto en otros juegos, es lo que ha conseguido convertir a esto en la obra más querida, recordada y nombrada de todo el género, de tal forma que casi borra del canon a la misma Isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson. El destino trágico del héroe y demás elementos clásicos están ahí, pero como broma anacrónica sigue conservándose de maravilla. Sin duda, un juego indispensable que deja un sabor de boca agradable de por vida.
Un comentario más: existen multitud de versiones de dicho clásico, todas con sus diferencias. Del remake de 2009 sólo podemos comentar que es la misma cosa, pero innecesaria y peor terminada: la interfaz es nefasta, el acabado visual es apresurado y tosco, todo tiene un aspecto de juego Flash un poco incómodo, molesto. De las revisiones técnicas (VGA, CD) de versiones clásicas, en castellano cada una corrige los textos de la anterior (la «swordmaster» de Mêlée Island se convierte en la «maestra de la espada», «¡Menta de Grog! ¡Qué fresquito!» se convierte en «¡Qué refrescante!»), y la misma versión de 256 colores cambia algunos detalles de la de 16 colores (al comienzo de la segunda, Mêlée Island tiene una puesta de sol), pero son todo detalles menores que apenas afectan al gozo de jugarla. Porque queda claro que no sólo es una obligación, sino que hasta puede ser comprensible el símbolo de intocable que desarrolló Ron Gilbert —algo injusto, sabidas las vitales contribuciones de Tim Schafer y David Grossman, dos tercios de un todo, entre otros— con esta y su sorprendente y anticlimática segunda parte.
Todo eso, una perfecta unión de comedia y muerte, de magia y aventura, de mar y carne podrida, convierte a este juego en más que una aventura. Es culto, es divertido y aún hoy es difícil de superar. Aunque, eso sí, eso no quita que haya más aventuras gráficas en el mundo, y empieza a cansar la comparación eterna con Monkey Island por cada juego y que se ignoren interesantísimos trabajos de otras casas de software que también aportaron muchísimo al desarrollo de la aventura gráfica: hay un punto donde parece que es todo Ron Gilbert y Monkey Island para entender al género, y afortunadamente hay mucha más variedad, tonos, historias y tipos de puzzles para no cerrarse en banda y poder disfrutar de buenos juegos.
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