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El crepúsculo de los popes

En el género ha habido grandes creadores, pero fueron arrinconados por la miseria y el desaliento y arrojaron las armas sin haber presentado batalla

# Paco García | 12

El crepúsculo de los popes

El experimento de Kierdorf no quedó en la simple chaladura de un bávaro chiflado, porque a la vista de lo que vino más adelante se diría que fue observado muy atentamente por compatriotas suyos que, esta vez sí, se lo tomaron en serio y contrataron sobre papel los servicios de los «viejos maestros» (y de desarrolladoras low-cost) para relanzar el género. Y así, tan fácilmente, se dio una época en la que miramos a Alemania como una nueva cuna para la aventura gráfica: era allí donde se ponían medios para recuperar el talento desperdiciado de nuestros creadores. Fue mucha la promoción y la fanfarria, pero el resultado fue más que decepcionante y derribó por el camino algunos de los tótems que siempre respetamos. Porque los popes de antaño se vieron frente al reto de diseñar a distancia, con una economía de medios pretoriana, unos proyectos descentralizados y desordenados. Y resultó, además, que los años no pasan en balde.

Wolfgang Kierdorf
Aquí se ve a un risueño Wolfgang Kierdorf, artífice de uno de los mayores fiascos que ha sufrido el mundo de la aventura gráfica en tiempos recientes. La sonrisa puede deberse a que ahora dirige una asesoría para el desarrollo corporativo, donde enseña a emprendedores como él a encontrar petróleo en yermos desolados pero con potencial.

Enumeramos: con Mata Hari, dtp prometía la puesta en vigencia de la grand adventure, con un material de base muy jugoso que parecía tener en Noah Falstein y Hal Barwood, el tándem que hizo posible el archiconocido Indiana Jones and the Fate of Atlantis, a los diseñadores perfectos. El resultado dejó claro que el duplo de decanos había perdido mucho músculo a causa de la inactividad, que su capacidad se había resentido muchísimo. Lo que firmaron no llegó ni a la sombra de sus trabajos previos, fue insuficiente como mínimo y deficiente en casi todas sus facetas. Resulta irónico que tanto Falstein como Barwood, prestando sus servicios en calidad de asesores y consultores en desarrollo de videojuegos, no fuesen capaces de llevar a buen puerto precisamente una aventura gráfica, el tipo de juego por el que llegaron a ser notorios. El aburguesamiento de las ponencias en ferias, de las conferencias y de las publicaciones especializadas pasa factura: aunque bien está la teoría, el trabajo de campo es esencial y sin miedo a equivocarse puede decirse que su credibilidad en este aspecto ya no es la misma después de Mata Hari, una mancha curricular difícil de sacudirse y de la que estamos seguros de que se han arrepentido.

Mención aparte merece el mencionado Gray Matter (también de dtp) de Jane Jensen, una aventura que pasó por un rosario de espinas, con cambios de desarrollador, presupuestos oscilantes y planificación de risa y guasa, años y años de desarrollo, repetición innecesaria de trabajos que se daban por terminados y una flagrante muestra de poca profesionalidad bastante lastimosa por parte de un equipo de producción no menos lastimoso. Jensen, además, escribió un guión flojo, muy flojo, con pocas muestras del temperamento de sus Gabriel Knight y con clara desgana por este encargo que se cree que debió de perder el encanto de tanto marearlo. De la «gran dama de la aventura», de la «reina indiscutible del género», de una escritora de reconocido renombre como Jane Jensen se esperaba mucho más, al menos solvencia y algo de arrojo por dignificar una cosa tan denostada como la buena narración en el videojuego.

Quizá es que pedíamos demasiado, pero lo cierto es que la calamidad ya se veía venir: por muy privilegiada que sea la pluma de esta señora, que no lo dudamos, no podemos dejar de tener en cuenta que desde su empresa, Oberon Media, no hizo el menor esfuerzo por «aventurarse» de nuevo a un desarrollo serio. Sus juegos ocasionales, en los que a veces se explota su marca personal, no dejan de ser subproductos baratos que poco tienen que ver con una aventura gráfica de tomo y lomo. No hace falta ser muy listo para deducir que, si hubiese tenido auténtica vocación por este género que tanto ha defendido como medio de expresión, sin duda hubiese podido hacerlo mucho antes en lugar de dedicarse a otros menesteres menos sacrificados.

Los robots de Mark Crowe
Tres de los robots artesanos que Mark Crowe, uno de los Dos Tipos de Andrómeda responsables de los Space Quest, diseñó, construyó y vendió allá por finales de los noventa. Scott Murphy, la otra mitad del dúo, no pudo prestarle demasiada atención a las figuras de su compañero.

Qué le vamos a hacer, los popes aventureros se suelen permitir el lujo de ser, desde su situación de privilegio, volubles. Un día dicen que la aventura apesta y al siguiente que es el gran género por antonomasia. Lo mismo coquetean con su retorno o dicen tener una feliz idea que se meten en desarrollos de híbridos que acaban en el desastre o en la nada. Gente como Charles Cecil, Al Lowe o Ron Gilbert tienen tan pasmosa facilidad para apostatar como para volver al rebaño cual si fueran los más acérrimos defensores de la aventura, sin despeinarse. La sensación que dan estas erráticas conductas es que «los abuelos ya chochean», y aprovechando eso una nueva casta de iluminados viene a tomarles el relevo con las cosas muy claras (aparentemente). Dicen tener las claves del futuro, la receta de la revolución justa y necesaria… Los nuevos popes, los nuevos catequistas que se empeñan en llamar «aventura o algo así» a engendros que con suerte tienen algo de interactivo. Heavy Rain, L. A. Noire e incluso el triste ejemplo del Jurassic Park de Telltale rinden tributo al neopapismo de David Cage, que con verbo vacío y pura baba se ha abierto paso en los titulares de la prensa del videojuego como un reclamo seguro, bien para la mofa, bien para la admiración. Y mientras este becerro de oro copa portadas y suma idolatras diciendo ser la máxima autoridad de la narración interactiva, los antiguos popes palidecen añejos, con su polvo, sus telarañas y sus desvaríos, incapaces de reciclarse, sin ganas para poner en su sitio a las nuevas e impertinentes generaciones desde la voz de la experiencia.

Nombres que en otra época eran sinónimo de calidad hoy se están borrando en quién sabe qué asilo. Mark Crowe, Rick Gush, Gregg Barnett, Roberta Williams, Chris Jones, Josh Mandel, Scott Murphy, Brian Moriarty… ¿alguien sabe a estas alturas quiénes fueron o qué hicieron? La triste realidad se cierne sobre ellos y los que ahora no se dedican a hacer robotitos artesanos de latón como aquel que se dedica a hacer bicicletas de alambre se reconocen con desorden de déficit de atención, absortos en labores mundanas que suelen abandonar para perseguir coleópteros con un cazamariposas. Hay quienes se lamentan agraviados porque ya no cuentan con ellos para nada al tiempo que se fuman un puro desde su venerable retiro, mientras que otros se abren un blog o una cuenta de Twitter y se dedican a eructar a las masas lo que cenaron ayer. E incluso algunos se empeñan en aferrarse a que aún seguimos en 1995 y a que se puede seguir produciendo como se producía entonces, apelando a una nostalgia tarada propia de una folclórica o de una Norma Desmond.

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