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Cualquier tiempo pasado fue anterior

Durante diez años hemos asistido al declive de un género en el que todavía confiamos, uno al que se le ha negado lo que mejor lo define: su potencial

# Paco García | 11

Cualquier tiempo pasado fue anterior

Cumplimos diez años online. Podríamos felicitarnos, colocarnos laureles y hacer una completa retrospectiva de lo que ha sido todo este tiempo, y finalmente podríamos enjuagarnos en el bálsamo de la autocomplacencia que tanto gustan de escribir aquellos que llevan un tiempo en esto y necesitan de cumplidos. Pero lo cierto es que festejar con una bacanal de ego nuestra trayectoria es bastante inapropiado, porque innegablemente ha sido de lo más irregular. No vamos a disculparnos ahora ni tampoco se deben rogar disculpas en ejercicios de falsa modestia, aunque es justo reconocer como algo natural y perfectamente comprensible a estas alturas que nuestro interés a veces viene y a veces se va, que el público cambia, y que muchas veces la actualidad no se presta siquiera a ser comentada por monótona, por anodina o por repetitiva. Que, en el mejor de los casos, da pereza ponerse delante de la pantalla para jugar a la última aventura que se pone en las tiendas. El género ha perdido enteros y fluctúa entre los límites de lo mediocre y de lo nefasto, y muy de vez en cuando brilla con alguna pequeña cuota de excelencia consoladora. Pero lo cierto es que eso es algo que ya sabíamos hace diez años, aun con todas las taras de la inexperiencia.

Así las cosas, resulta un tanto irónico estar celebrando diez años de página cuando hay un desencanto tan latente con y por el género al que se dedica. A veces se nos ha dicho que somos demasiado críticos, que convendría levantar la mano y que así seriamos más felices. Que nos dejamos llevar por las mareas biliares. A veces, incluso, nos lo hemos creído. Pero no podemos decir que eso sea un defecto ni un error y, por tanto, no es algo de lo que debamos avergonzarnos.

Se nos ha dicho también que nos hemos abandonado a una espiral nostálgica, que el mundo ha cambiado, que el tiempo ha pasado y que la aventura gráfica tal y como la conocíamos ya es parte de otra cosa; que el género, como entidad de importancia, nunca volverá. Es posible, pero lo cierto es que bajo un punto de vista algo más clínico no es que se haya desdibujado en el mestizaje de los nuevos tiempos, es que muy pocas veces podemos decir que se haya perfilado en las cotas de majestad absoluta a las que podría haber aspirado. Tras diez años, está claro, nos han gustado unas cuantas aventuras de las que han salido. Y nos gustan mucho los llamados «clásicos», pero, en realidad, a la hora de plantearse la pregunta «¿por qué nos gustan las aventuras gráficas?», una cuestión que inevitablemente ha surgido en todo este tiempo en el que ha habido no pocos desencantos, la respuesta se limita a tres palabras: «por su potencial».

Cartel de Lo que el viento se llevó
Lo que el viento se llevó es una de las obras cumbres del drama en el cine. ¿Significa eso que a partir de entonces el género ha ido en declive?

Con demasiada ligereza se dice que la aventura gráfica está muerta porque ya llegó a su techo en un pasado lejano. Algo tan ridículo como decir que el drama llegó a su cumbre con Lo que el viento se llevó y que a partir de ahí todo ha ido en declive. El punto álgido del género está por llegar, y la esperanza de que llegue es en cierto modo el combustible que alimenta nuestra tracción por seguir observándolo. Quizá no lo veamos, pero la semilla del género se plantó con mucho éxito en un pasado, y aunque la cosecha se haya abandonado a su suerte, a lo mejor llega un momento en el que reverdece.

Somos críticos, pero también optimistas. Y ese optimismo es fruto de una arraigada devoción por la narrativa, por las artes plásticas, por la música, por todas esas labores que requieren de creatividad —esa creatividad que muchos críticos atacan con frustración, por envidia y sin argumentos—. Por el Arte Total que podría ser una aventura gráfica y que pocas veces se ha acercado el género a rozar. Visto así, podríamos decir sin rubor alguno que no nos gustan las aventuras gráficas, que nunca nos han gustado, y que lo que nos gusta son las ficciones desarrolladas con tino, con argumentos interesantes, con tramas multidimensionales. Ese «algo» con las posibilidades que no puede ofrecer una novela donde el autor nos lleva de la mano, aquellas que nos brindan la oportunidad de sumergirnos en ellas de una manera tan profunda como queramos.

No se cae en la cuenta de que no sólo se nos debe recompensar con un bonito video tras realizar una serie de acciones determinadas durante horas de entrega a la resolución de un puzzle, para eso podemos recurrir a YouTube, que es más fácil y más rápido. El verdadero placer, el disfrute, está en que la narración no pare, que fluya y que nos cale; en que la ficción propuesta nos impulse a buscar más de esa ficción. Que la constante de un jugador que «pida más» se vea satisfecha. Que a la hora de terminar, no nos quede la sensación de que haya ciertas tramas que se podían haber explotado mejor, simplemente la grata impaciencia por una nueva entrega, un nuevo episodio o una nueva obra de ese autor.

Cráneo lateral, Vincent Van Gogh
Este cráneo de Van Gogh es en sí mismo una imagen poderosa. Cuánto más poderosa ha de ser si uno conoce la historia que esconde.

Las historias, tanto las buenas como las malas, han sido la base del entretenimiento universal desde que el mundo es mundo. Podría decirse que el éxito o el fracaso de cualquier clase de actividad lúdica depende del argumento que tiene tras de sí, de lo imaginativo, divertido, atractivo, sugestivo, inspirador o emocionante que tiene en su trasfondo una película o un libro. La historia tras una fotografía es la que evoca unas sensaciones que sin ella limitarían nuestra definición a términos como «desagradable» o «grotesca» o «insulsa»; la historia tras un Van Gogh, la mitología que orbita alrededor de su elaboración, la enjundia de su vida y su locura es lo que hace más atractiva y aún más vivificante su técnica pictórica. No se puede entender en toda su dimensión una realidad sin una historia, y la realidad es sumamente aburrida si no se sustenta en algún tipo de ficción. Desde luego, podemos vivir sin las explicaciones, aceptar aquello que nos arrojan sin cuestionarnos las motivaciones: no son necesarias. Pero dotar de un significado a una obra multiplica su capacidad estimulante, la hace perdurar en nuestra memoria y engrana (con calado variable) en nuestros propios planteamientos, inquietudes y pasiones.

Aplicando esta reflexión a un campo más reducido: la visión de un personaje carismático sobre su entorno, el diálogo con otro personaje sobre su ficticio mundo alternativo, la motivación en una serie de acciones a realizar, de una serie de problemas a resolver, es lo que a nosotros nos llama a jugar una aventura gráfica. En cierto modo, su atractivo reside en ser partícipe y protagonista, y a la vez tener una perspectiva algo más omnisciente y libre que la que pueden ofrecer otros medios más convencionales y antiguos (que no por ello desechables).

Aunar aquello con un buen pegamento artístico que nos embelese con su plasticidad única, o con un componente estético que nos arrastre a seguir indagando en la obra, que complemente una narración, que apuntale la experiencia, aumenta exponencialmente las posibilidades de este dispositivo cautivador para todo aquel que se haya visto atraído alguna vez por el hecho de sumergirse en un mundo que no es el suyo. Y, por favor, que tire la primera piedra quien no se dé por aludido.

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